¿Sabés nadar? ¿Sabés, entonces, cuál es la mejor manera de salir a la superficie si has perdido pie? Nadar un poco más hacia abajo, pisar firme y, tocando fondo, impulsarse desde allí para salir. Por sobrevivencia. Por instinto. Sabemos cómo hacerlo pero no es sólo pisar fondo: es NO OLVIDAR EL IMPULSO, EL VIGOR PARA RE-IMPULSARSE HACIA ARRIBA.
En el tocar fondo de la vida, el secreto es no mentirse. Admitir la tristeza, la derrota, que hemos dañado o sido dañados. El pasado exigirá ser revisado. Y si la revisión es inteligente, vendrá tristeza. Una tristeza inteligente también: por la renuncia a lo ilusorio, por la aceptación de la impermanencia: nada se queda quieto en esta realidad, nada es fijo, perdemos lo querido, se deshace lo construido.
Vemos que nos hemos equivocado, que nos quedamos de donde debíamos irnos, que elegimos lo torcido en vez de lo derecho, que hemos permitido que nos injurien o hemos injuriado. Nos enojaremos con nosotros mismos, con los demás, con la vida misma... Y está bien que así sea: es parte de un proceso. Humano, tremendamente humano.
Y no es verdad que "errar es humano, perdonar es divino". Perdonar y perdonarse también es humano. Sólo que requiere de un extraordinario proceso, en el que, inevitablemente, tenemos que tocar fondo para auto-impulsarnos a salir a flote. Pero ya no seremos los mismos. Por suerte, ya no.
El requisito es, desde ese fondo, mirar insistentemente hacia arriba hasta volver a ver. Porque en el fondo nos volvemos transitoriamente ciegos. Pero de pronto un hálito de vida puede querer entrar a nuestros pulmones, para ser respirado por nosotros. Nos disponemos entonces a pegar el salto y respirar hondo, hondo, hondo... Y en ese re-flotar, a remangarnos los brazos, a estar de nuevo vivos, rotos y zurcidos, quebrados y soldados, derruidos y reciclados... Habiendo derrotado a la derrota. No hay otra victoria necesaria.
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